Sed de Dios

Padre celestial, tu eres mi creador, ese Padre que me escogió, me formó, me dio vida. Crea en mí esa necesidad de conocerte, de buscarte, de no dar un solo paso en mi vida, sino es de tu mano, de sentir hambre y sed de ti. Tú eres tan grande y maravilloso que mereces mi tiempo, mi espacio, mi voluntad.

«Después de esto, sabiendo Jesús que ya todos estaba consumado, dijo, para que se cumpliera la escritura: Tengo Sed.», Juan 19:28
«Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama mi alma por ti oh Dios, el alma mía», Salmo 42:1

Esta palabra nos muestra o presenta un Jesús muy humano, pero totalmente decidido a cumplir su propósito en la tierra.
Después de padecer azotes, golpes y todo tipo de flagelación y tortura, la pérdida de sangre acelera la deshidratación, llega la sed y con ella su padecimiento. La Sed que padeció Jesús, no solo fue una sed fisiológica, fue la necesidad de saciar la sed del mundo, esa sed que experimentamos cuando estamos lejos de Él.
Lo que Jesús anhela es que sus hijos tengan sed de Él, de que vivan una profunda relación, de creer en su amor y su misericordia.
Igualmente el salmista al sentirse separado de Dios, clama porque su relación se restaure, todos hemos sido creados para estar en comunión con el Creador y en muchas oportunidades aunque el pecado nos aleje de Él, siempre busca que lleguemos a una reconciliación.
Cuando buscamos a Dios lo hacemos mediante la oración, que es un diálogo directo entre Dios y cada uno de nosotros. De la manera como conservamos nuestras relaciones humanas mediante el dialogo, el contacto, la oración debe ser ese alimento que revitalice nuestra vida y que permita que nuestra vida espiritual nunca muera. Dios quiere que esa oración siempre sea con deseo, con anhelo, que todo nuestro ser lo busque de corazón, no solo porque esperemos algo o por obligación, sino porque de verdad lo anhelemos.